EN EL METRO
Esperar, lo han dicho todos, es
horrible, así que no queda otro camino que entretenerse en cualquier cosa, y es
que yo soy de los que va en el metro y se pone a mirar a la gente, como por
ejemplo ahora que veo una señora leyendo un libro, aquí abajo, al frente mío,
con su cabeza al mismo nivel de mi ombligo pero, afortunada, ella no lo sabe:
sólo lee, lee un libro que yo quiero saber cuál es.
Confesémoslo de una vez: es este
mi vicio, saber qué lee la gente. Así pues que ¿qué lee esta señora?... ni
modo, no lo sé, y tiene aferrado el libro como si le faltaran veinte kilómetros
para llegar a su casa, y así no hay nada qué hacer, porque yo me bajo dentro de
pocos minutos, cinco o seis, y entonces ella seguirá con el libro en la misma
posición, e incluso en la misma página si lee tan despacio como yo, pero eso no
es malo, ¿quién dijo?, eso se llama rumiar, me cago en la lectura rápida, eso
de que “lea Cien años de soledad en dos horas”, y sí, hay gente que lo lee,
pero a las dos semanas uno les pregunta cómo se llamaba el coronel... ¿Qué
Coronel?... Pues el coronel, el que sale ahí home... ¡Ahí no sale ningún
Coronel, oigan a este man!... Nada qué hacer, pues. Pero me desvío: estaba en
que no puedo saber qué lee la vieja porque para eso necesito que cierre el libro
y que cuando se esté parando lo apoye contra las tetas o la barriga, es igual,
y entonces yo podría leer en la pasta algo como “Valórese a sí mismo” o “Todo
está en ti”, porque con esa cara que tiene esta señora, nariz aplastada,
cachetona, churrusca, qué otra cosa puede leer, sólo basura moralista de ese
estilo, aunque uno a veces se engaña,
a mí por lo menos me ha pasado:
un día iba para Bello, también en este metro, y venía un viejo gordo con una
camisa hawaiana que le quedaba chiquita, tan tallada tenía la barriga que los
botones parecía que le iban a brincar, sí, y estaba mal afeitado, llevaba una
bolsa del LEY en una mano y tenía mocasines sin medias, así como los usan los
que manejan taxis y busetas, y entonces estaba leyendo un libro, amarilloso,
viejo, ¿Cuál será?, pensaba yo, porque ya era raro que un man así leyera algo,
pero en fin, podía ser cualquier código de comercio o cosa similar, tal vez era
un carnicero y lo iban a demandar, ¡uno qué va a saber!; entonces yo miraba y
miraba, pero no alcanzaba a distinguir lo que decía en la parte de arriba de
las páginas, cuando de pronto el gordo se paró llegando a la Estación Madera y
yo pude ver: ¡Qué código de comercio ni qué hijueputas! ¡El mancito estaba
leyendo El proceso de Kafka!
Era una edición pirata de esas de
mil quinientos, está bien, pero era Kafka en todo caso, y yo pensé, “Mierda,
mientras yo imaginaba que este gordo estaba leyendo el parágrafo yo no sé qué
sobre tiendas de abarrotes o expendios de carne, nada, el tipo estaba leyendo
que Josef K entraba al juzgado y se asfixiaba por allá en un ter-cer piso...”
Eso le pasa a uno por güevón, por creer que sabe mucho cómo es la gente. Pero
sigo con la vieja: ahí sigue sentada, imperturbable, lea que lea, y yo sin
saber... ¿Y si me equivoco otra vez? ¿Y si esta puta vieja es una psicóloga
desempleada y está leyendo a Freud, por ejemplo El malestar en la cultura o
Tótem y Tabú? No, pero no, imposible: está poniendo una cara muy beatífica, muy
serena, como de quien está leyendo algo inofensivo, algo que le tranquiliza el
alma... Pues, que a esta vieja le tranquiliza el alma, aclaro, porque yo me
muero leyendo una porquería de esas que dije, esas maricadas de superación
personal o... ¡Se movió, se movió!... Ah, alcancé a ver algo de la pasta, pero
muy poquito porque ya se quedó otra vez como una estatua, pero algo vi, por lo
menos: el título temina en la, eso vi... ¿Sólo eso? Sí, sólo eso, pero mire
que, por ejemplo, ya puedo decir que no es esa psicóloga desempleada que dije
antes, porque el título no termina ni en ra ni en bú, sino en la...
En la, a ver, qué podrá ser
entonces, mmm... Tal vez se está leyendo El diablo de la botella de Stevenson,
uno qué va a saber que esta cachetona sea bien ilustrada y esté haciendo una
monografía sobre la vida y obra del Tusitala, o como sea que los samoanos le
decían a Stevenson porque les contaba historias, en fin, o en el peor de los
casos esta vieja está leyendo ese librito para ayudarle a un hijo con una tarea
del colegio, porque quizás el niño está en séptimo grado y ahí es cuando ponen
a leer esas obras de aventuras, en octavo es literatura colombiana, no falta
María, en noveno latinoamericana,
Pedro Páramo lo leemos casi todos
los medellinenses, pero a mí no me gustó, vea usted, prefiero los cuentecitos
de El llano en llamas... Pero me desvío otra vez. ¿Qué leerá?... ¿Como una
novela de Pe-nnac? ¿Calígula de Camus? ¿El Sakuntala...? Hay que arrimarse más,
así puedo entender lo que dice en la parte de arriba de... Ah, perdón señor...
Esto lo dije duro, porque lo otro lo he estado pensando, lógico, pero ocurrió
que por correrme más para el lado de la vieja le puse un codo en la cara a un
cucho que estaba al lado mío, camisa de cuadros de manga corta, pantalón ancho,
gafas de montura metálica, chivera pulida, sí, pura cara de filósofo o
intelectual riguro-so, de esos que leen los cuentos de Pedro Gómez Valderrama,
La reliquia de Eça de Queiroz o cualquier cosa buena y después salen a hablar
de la polifonía del texto, de las lógicas internas, las estructuras, la
intersubjetividad de yo-no-sé- qué-putas, y como son directores de revistas o
decanos de facultades de humanidades piensan que su deber es hablar y escribir
toda esa mierda, pobrecitos, no saben que uno lee para después sentarse con los
amigos a tomar cerveza y hablar de literatura, por ejemplo un día nos cagamos
de la risa porque en Gran sertón: veredas unos manes matan un bobo y se lo
comen porque lo habían confundido con un mico, pero, en fin, también es verdad
que cada uno verá qué hace; aquí en Medellín dicen que cada quien es libre de
hacer de su culo un balero.
Bueno, otra vez me desvié de lo
que estaba contando: íbamos en que le puse un codo encima al Ph.D. Carreño,
porque voy a suponer que se llama así; tiene cara de llamarse Luis Fernando Carreño,
yo qué puedo hacer, disculpe don, si le dolió de malas, pero yo voy a seguir
corriéndome para allá a ver si puedo leer lo que dice en la página que está
leyendo esta vieja, pero, por supuesto, esto lo estoy diciendo dentro de mí...
¡Maldita sea! ¡Vamos a llegar a la Estación Aguacatala y yo sin saber todavía!
Pero por lo menos ya me corrí, estoy casi encima de ella y desde aquí le veo
ese escote todo profundo, qué tetas, pero también veo el libro, al revés, pero
lo veo... mmm... está en la página 202 y en el segundo párrafo dice dizque...
mmm... “El mundo es ahí...” No, güevón, eso no es una “h” sino una “s”... “El
mundo es así, sorprendente y difícil: mantenía ...” ¡Ah, se volvió a mover esta
puta vieja!... ¡Ah! Pero era una libro de literatura, porque de reojo alcancé a
ver unos diálogos, pero qué letra tan chiquita, casi ni se ve... y ese
rengloncito que alcancé a leer no dice mucho, bien puede tratarse de un libro
de Sartre, bien hondo y abstruso, bien puede tratarse de un novelón metafórico
sobre los valores o sobre cómo gerenciar su empresa... ¡Qué asco! ¡De la noche
a la mañana nos invadieron las librerías con esas pestes!... ¿Qué será, ah, qué
será? Se me olvidaba que termina en la...
¡Mierda! ¡“Próxima Estación
Aguacatala”!... y termina en la, que ironía, y ya me toca bajarme, sin saber...
si por lo menos el rengloncito que leí al azar hubiera sido algo como “Muchos
años después frente al pelotón de fusilamiento...”, o “Mucho tiempo he estado
acostándome temprano”, pero no, nada de eso, sólo “El mundo es así...” ¿Quién
putas diría eso?... No, ni modo, ya está parando este vagón, ya veo la gente
parada en la plataforma de la estación esperando que “el tren se detenga y abra
sus puertas”, ese estribillo lo dicen los empleados del metro 202 veces al día,
aunque hoy no lo he oído, hoy que he estado tan concentrado en este problema,
lo que lee esta vieja, cosa que aún no sé... tendré que arrebatarle el libro,
mirar el título y devolvérselo, decirle “Disculpe, soy paranoico, loco o lo que
usted quiera, leo libros y quiero saber qué leen los otros, por ejemplo quería
saber qué leía usted, sólo había visto que el título terminaba en la, usted
sabe, eso no es suficiente, doscientos millones de títulos pueden terminar así,
uno tiene que ingeniárselas para averiguar exactamente de qué libro se trata,
aunque hay gente como este cucho que viene aquí a mi lado que ha leído muchas
cosas, pero no parece, pues sólo habla de secuencias, narradores exodiegéticos,
elementos del drama, qué sé yo... este tipo, que se llama Luis Fernando
Carreño, él, por ejemplo, leyó, lo podría asegurar, El coronel no tiene quien
le escriba, y podría asegurar también que cuando leyó, al final de la obra, eso
de “dime, qué comemos” y que el coronel había necesitado un montón de años para
llegar a ese momento y responder “Mierda”, apuesto, voy lo que quiera, apuesto
a que Carreño no se rió, y que simplemente cerró el libro pensando en
connotaciones políticas o construcción de personajes, hay gente así, fíjese...”
Bueno, desvarío nuevamente, yo podría decirle eso a esta vieja y... ¡Pero qué
vieja ni qué vieja! ¡Si ya arrancó otra vez esta chatarra y no me bajé!... Fue
ella, con su libro titulado “...la” quien se bajó y ahora camina por la
plataforma, tranquila, con el libro apoyado en las tetas, y yo aquí,
desesperado, encerrado como un pez en la pecera, pegado al vidrio, casi dándole
golpes y viendo cómo se aleja la vieja... ¡No me bajé donde debía, y ahora a
esperar nuevamente! ¡Ah, si tan sólo alguien estuviera por aquí leyendo otro
libro!... Usted, don Carreño, ¿no tiene algo ahí?
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