jueves, 20 de febrero de 2014

EN EL METRO

EN EL METRO

Esperar, lo han dicho todos, es horrible, así que no queda otro camino que entretenerse en cualquier cosa, y es que yo soy de los que va en el metro y se pone a mirar a la gente, como por ejemplo ahora que veo una señora leyendo un libro, aquí abajo, al frente mío, con su cabeza al mismo nivel de mi ombligo pero, afortunada, ella no lo sabe: sólo lee, lee un libro que yo quiero saber cuál es.

Confesémoslo de una vez: es este mi vicio, saber qué lee la gente. Así pues que ¿qué lee esta señora?... ni modo, no lo sé, y tiene aferrado el libro como si le faltaran veinte kilómetros para llegar a su casa, y así no hay nada qué hacer, porque yo me bajo dentro de pocos minutos, cinco o seis, y entonces ella seguirá con el libro en la misma posición, e incluso en la misma página si lee tan despacio como yo, pero eso no es malo, ¿quién dijo?, eso se llama rumiar, me cago en la lectura rápida, eso de que “lea Cien años de soledad en dos horas”, y sí, hay gente que lo lee, pero a las dos semanas uno les pregunta cómo se llamaba el coronel... ¿Qué Coronel?... Pues el coronel, el que sale ahí home... ¡Ahí no sale ningún Coronel, oigan a este man!... Nada qué hacer, pues. Pero me desvío: estaba en que no puedo saber qué lee la vieja porque para eso necesito que cierre el libro y que cuando se esté parando lo apoye contra las tetas o la barriga, es igual, y entonces yo podría leer en la pasta algo como “Valórese a sí mismo” o “Todo está en ti”, porque con esa cara que tiene esta señora, nariz aplastada, cachetona, churrusca, qué otra cosa puede leer, sólo basura moralista de ese estilo, aunque uno a veces se engaña,
a mí por lo menos me ha pasado: un día iba para Bello, también en este metro, y venía un viejo gordo con una camisa hawaiana que le quedaba chiquita, tan tallada tenía la barriga que los botones parecía que le iban a brincar, sí, y estaba mal afeitado, llevaba una bolsa del LEY en una mano y tenía mocasines sin medias, así como los usan los que manejan taxis y busetas, y entonces estaba leyendo un libro, amarilloso, viejo, ¿Cuál será?, pensaba yo, porque ya era raro que un man así leyera algo, pero en fin, podía ser cualquier código de comercio o cosa similar, tal vez era un carnicero y lo iban a demandar, ¡uno qué va a saber!; entonces yo miraba y miraba, pero no alcanzaba a distinguir lo que decía en la parte de arriba de las páginas, cuando de pronto el gordo se paró llegando a la Estación Madera y yo pude ver: ¡Qué código de comercio ni qué hijueputas! ¡El mancito estaba leyendo El proceso de Kafka!

Era una edición pirata de esas de mil quinientos, está bien, pero era Kafka en todo caso, y yo pensé, “Mierda, mientras yo imaginaba que este gordo estaba leyendo el parágrafo yo no sé qué sobre tiendas de abarrotes o expendios de carne, nada, el tipo estaba leyendo que Josef K entraba al juzgado y se asfixiaba por allá en un ter-cer piso...” Eso le pasa a uno por güevón, por creer que sabe mucho cómo es la gente. Pero sigo con la vieja: ahí sigue sentada, imperturbable, lea que lea, y yo sin saber... ¿Y si me equivoco otra vez? ¿Y si esta puta vieja es una psicóloga desempleada y está leyendo a Freud, por ejemplo El malestar en la cultura o Tótem y Tabú? No, pero no, imposible: está poniendo una cara muy beatífica, muy serena, como de quien está leyendo algo inofensivo, algo que le tranquiliza el alma... Pues, que a esta vieja le tranquiliza el alma, aclaro, porque yo me muero leyendo una porquería de esas que dije, esas maricadas de superación personal o... ¡Se movió, se movió!... Ah, alcancé a ver algo de la pasta, pero muy poquito porque ya se quedó otra vez como una estatua, pero algo vi, por lo menos: el título temina en la, eso vi... ¿Sólo eso? Sí, sólo eso, pero mire que, por ejemplo, ya puedo decir que no es esa psicóloga desempleada que dije antes, porque el título no termina ni en ra ni en bú, sino en la...

En la, a ver, qué podrá ser entonces, mmm... Tal vez se está leyendo El diablo de la botella de Stevenson, uno qué va a saber que esta cachetona sea bien ilustrada y esté haciendo una monografía sobre la vida y obra del Tusitala, o como sea que los samoanos le decían a Stevenson porque les contaba historias, en fin, o en el peor de los casos esta vieja está leyendo ese librito para ayudarle a un hijo con una tarea del colegio, porque quizás el niño está en séptimo grado y ahí es cuando ponen a leer esas obras de aventuras, en octavo es literatura colombiana, no falta María, en noveno latinoamericana,
Pedro Páramo lo leemos casi todos los medellinenses, pero a mí no me gustó, vea usted, prefiero los cuentecitos de El llano en llamas... Pero me desvío otra vez. ¿Qué leerá?... ¿Como una novela de Pe-nnac? ¿Calígula de Camus? ¿El Sakuntala...? Hay que arrimarse más, así puedo entender lo que dice en la parte de arriba de... Ah, perdón señor... Esto lo dije duro, porque lo otro lo he estado pensando, lógico, pero ocurrió que por correrme más para el lado de la vieja le puse un codo en la cara a un cucho que estaba al lado mío, camisa de cuadros de manga corta, pantalón ancho, gafas de montura metálica, chivera pulida, sí, pura cara de filósofo o intelectual riguro-so, de esos que leen los cuentos de Pedro Gómez Valderrama, La reliquia de Eça de Queiroz o cualquier cosa buena y después salen a hablar de la polifonía del texto, de las lógicas internas, las estructuras, la intersubjetividad de yo-no-sé- qué-putas, y como son directores de revistas o decanos de facultades de humanidades piensan que su deber es hablar y escribir toda esa mierda, pobrecitos, no saben que uno lee para después sentarse con los amigos a tomar cerveza y hablar de literatura, por ejemplo un día nos cagamos de la risa porque en Gran sertón: veredas unos manes matan un bobo y se lo comen porque lo habían confundido con un mico, pero, en fin, también es verdad que cada uno verá qué hace; aquí en Medellín dicen que cada quien es libre de hacer de su culo un balero.

Bueno, otra vez me desvié de lo que estaba contando: íbamos en que le puse un codo encima al Ph.D. Carreño, porque voy a suponer que se llama así; tiene cara de llamarse Luis Fernando Carreño, yo qué puedo hacer, disculpe don, si le dolió de malas, pero yo voy a seguir corriéndome para allá a ver si puedo leer lo que dice en la página que está leyendo esta vieja, pero, por supuesto, esto lo estoy diciendo dentro de mí... ¡Maldita sea! ¡Vamos a llegar a la Estación Aguacatala y yo sin saber todavía! Pero por lo menos ya me corrí, estoy casi encima de ella y desde aquí le veo ese escote todo profundo, qué tetas, pero también veo el libro, al revés, pero lo veo... mmm... está en la página 202 y en el segundo párrafo dice dizque... mmm... “El mundo es ahí...” No, güevón, eso no es una “h” sino una “s”... “El mundo es así, sorprendente y difícil: mantenía ...” ¡Ah, se volvió a mover esta puta vieja!... ¡Ah! Pero era una libro de literatura, porque de reojo alcancé a ver unos diálogos, pero qué letra tan chiquita, casi ni se ve... y ese rengloncito que alcancé a leer no dice mucho, bien puede tratarse de un libro de Sartre, bien hondo y abstruso, bien puede tratarse de un novelón metafórico sobre los valores o sobre cómo gerenciar su empresa... ¡Qué asco! ¡De la noche a la mañana nos invadieron las librerías con esas pestes!... ¿Qué será, ah, qué será? Se me olvidaba que termina en la...


¡Mierda! ¡“Próxima Estación Aguacatala”!... y termina en la, que ironía, y ya me toca bajarme, sin saber... si por lo menos el rengloncito que leí al azar hubiera sido algo como “Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento...”, o “Mucho tiempo he estado acostándome temprano”, pero no, nada de eso, sólo “El mundo es así...” ¿Quién putas diría eso?... No, ni modo, ya está parando este vagón, ya veo la gente parada en la plataforma de la estación esperando que “el tren se detenga y abra sus puertas”, ese estribillo lo dicen los empleados del metro 202 veces al día, aunque hoy no lo he oído, hoy que he estado tan concentrado en este problema, lo que lee esta vieja, cosa que aún no sé... tendré que arrebatarle el libro, mirar el título y devolvérselo, decirle “Disculpe, soy paranoico, loco o lo que usted quiera, leo libros y quiero saber qué leen los otros, por ejemplo quería saber qué leía usted, sólo había visto que el título terminaba en la, usted sabe, eso no es suficiente, doscientos millones de títulos pueden terminar así, uno tiene que ingeniárselas para averiguar exactamente de qué libro se trata, aunque hay gente como este cucho que viene aquí a mi lado que ha leído muchas cosas, pero no parece, pues sólo habla de secuencias, narradores exodiegéticos, elementos del drama, qué sé yo... este tipo, que se llama Luis Fernando Carreño, él, por ejemplo, leyó, lo podría asegurar, El coronel no tiene quien le escriba, y podría asegurar también que cuando leyó, al final de la obra, eso de “dime, qué comemos” y que el coronel había necesitado un montón de años para llegar a ese momento y responder “Mierda”, apuesto, voy lo que quiera, apuesto a que Carreño no se rió, y que simplemente cerró el libro pensando en connotaciones políticas o construcción de personajes, hay gente así, fíjese...” Bueno, desvarío nuevamente, yo podría decirle eso a esta vieja y... ¡Pero qué vieja ni qué vieja! ¡Si ya arrancó otra vez esta chatarra y no me bajé!... Fue ella, con su libro titulado “...la” quien se bajó y ahora camina por la plataforma, tranquila, con el libro apoyado en las tetas, y yo aquí, desesperado, encerrado como un pez en la pecera, pegado al vidrio, casi dándole golpes y viendo cómo se aleja la vieja... ¡No me bajé donde debía, y ahora a esperar nuevamente! ¡Ah, si tan sólo alguien estuviera por aquí leyendo otro libro!... Usted, don Carreño, ¿no tiene algo ahí?

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