GRADO 9
EL GATO NEGRO [Edgar Allan Poe] |
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1.
¿Qué hace que el personaje cambie de carácter?
2.
¿Cómo mata al primer gato?
3.
¿Cuál crees que es la razón de que se haya quemado su casa?
4.
¿Qué relación tiene el segundo gato con el primero?
5.
¿Por qué mata a su esposa?
6.
¿Por qué lo descubre la policía?
7.
Señale
en el texto mínimo 5 apartados en los
que se hable del estado mental del personaje principal
8.
Explica con tus palabras el estado mental del personaje
principal.
9.
Explica el cuento desde un punto de vista simbólico (con tus
palabras)
10.
¿Cuál es el pretexto o la situación que hace que el personaje
cuente su historia y a quién se la cuenta?
11.
Explica
qué parte del cuento de gustó o disgustó más y por qué
1) Mencioná tres hechos que formen parte de la rutina de los hermanos idiotas. (Para esto tenés que avanzar en las dos o tres primeras páginas del cuento. No empieces antes).
a:
b:
c:
2) En el párrafo que empieza diciendo "Esos cuatro idiotas..." se plantea una interesante teoría sobre el amor marital. Sintetizala en dos otres renglones.
3) ¿A qué atribuye el médico la enfermedad de los hijos? ¿A qué lo atribuirán más adelante los esposos cuando se acusen mutuamente?
Médico:
Marido:
Mujer:
4) Tempranamente en el relato se habla de "los excesos del abuelo". ¿A qué se refiere? (Lo mismo que en el punto 1, tenés que avanzar en el relato para responder este punto).
5) ¿De qué manera intentan los esposos al principio superar la enfermedad de sus hijos?
6) ¿Cómo terminará esta situación a la larga afectando a la pareja?
7) En un momento el narrador dice que los hijos "Tenían (...) cierta facultad imitativa". Eso es una anticipación del desenlace final. ¿Por qué?
8) Poco después, se habla de la "aterradora descendencia". ¿De qué otra manera despectiva se hablará de los hijos más adelante?
9) ¿Cómo modifica la suerte de los idiotas el nacimiento de Bertita?
10) ¿Qué pasa finalmente con ella? (Respondé en no menos de cuatro renglones.
GRADO 8
LA
GALLINA DEGOLLADA
[Horacio
Quiroga]
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos
idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los
ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El
banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles,
fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al
declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al
principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente,
congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría
bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al
tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían
entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi
siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el
día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y
desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus
padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho
amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un
hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su
cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que
es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce
meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y
radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una
noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus
padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente
buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el
movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del
todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre
sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina
de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia,
que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su
hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada
más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su
hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que
consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel
fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro
hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir
extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se
repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su
amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós
ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida
normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero
un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco
anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura.
Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos
mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran
compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda
animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían
deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero
chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban
mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando
veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera
lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta
facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia.
Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en
que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se
exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada
cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus
hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían
nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que
es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y
como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba
las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado
de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No
faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo
que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables
reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma,
esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres
pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más
extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al
nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la
horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini,
bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a
sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror
de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel
sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el
veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido
el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel
fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se
contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual,
atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que
el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto
posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible
brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al
cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro
años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres
absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y
el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre,
los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero
cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has
dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi
padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el
mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir!
¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis
de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita
selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión
había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes
que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto
más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre.
Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la
retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno
se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían
tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que
mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con
parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la
frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse,
y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando
estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas
de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible
visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su
marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a
dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el
matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta
quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida
a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco.
El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban
mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana,
cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al
pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda.
Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió
entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar
vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana
lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la
garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a
todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente
estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras
creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.
Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el
pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse
cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le
dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de
sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el
cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron
de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la
gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento
después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó
en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la
espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar
frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la
puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso
llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en
la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus
brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
1) Mencioná tres hechos que formen parte de la rutina de los hermanos idiotas. (Para esto tenés que avanzar en las dos o tres primeras páginas del cuento. No empieces antes).
a:
b:
c:
2) En el párrafo que empieza diciendo "Esos cuatro idiotas..." se plantea una interesante teoría sobre el amor marital. Sintetizala en dos otres renglones.
3) ¿A qué atribuye el médico la enfermedad de los hijos? ¿A qué lo atribuirán más adelante los esposos cuando se acusen mutuamente?
Médico:
Marido:
Mujer:
4) Tempranamente en el relato se habla de "los excesos del abuelo". ¿A qué se refiere? (Lo mismo que en el punto 1, tenés que avanzar en el relato para responder este punto).
5) ¿De qué manera intentan los esposos al principio superar la enfermedad de sus hijos?
6) ¿Cómo terminará esta situación a la larga afectando a la pareja?
7) En un momento el narrador dice que los hijos "Tenían (...) cierta facultad imitativa". Eso es una anticipación del desenlace final. ¿Por qué?
8) Poco después, se habla de la "aterradora descendencia". ¿De qué otra manera despectiva se hablará de los hijos más adelante?
9) ¿Cómo modifica la suerte de los idiotas el nacimiento de Bertita?
10) ¿Qué pasa finalmente con ella? (Respondé en no menos de cuatro renglones.
2) En el párrafo que empieza diciendo "Esos cuatro idiotas..." se plantea una interesante teoría sobre el amor marital. Sintetizala en dos otres renglones.
ResponderEliminarhola me gustaría saber cual es la respuesta de la pregunta 3)
ResponderEliminargrcias me serviría mucho su ayuda
3 hechos en la 1 ? Solo veo que se pasaban sentados bajo el sol cuáles son los otros 2
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